Nos está tocando vivir en un mundo muy diferente al del no tan lejano 1986 que fue testigo de primera mano de la catástrofe nuclear que asoló Prípiat. Hoy, la velocidad a la que circula la información, no toda veraz —esto permanece inalterable—, a través de redes sociales y plataformas de mensajería es caldo de cultivo para fenómenos de todo tipo, incluyendo, por supuesto, los catódicos.
Algunos de ellos, efímeros, tan sólo son fruto de un entusiasmo colectivo momentáneo ligado a la novedad, terminando reducidos al trending topicvolátil condenado a caer en el olvido más pronto que tarde. Otros, por el contrario, están destinados a perdurar en la memoria colectiva por méritos propios, ya sean formales, narrativos, o ligados a sus valores de producción.
Una vez finalizada, no cabe duda de que ‘Chernobyl’, la coproducción de HBOy Sky UK, forma parte de este último tipo de fenómeno. Uno que enmarcar como un hito televisivo moderno gracias a su exquisito cóctel de géneros, articulado a través de una dirección de Johan Renck y un guión de Craig Mazin sencillamente impecables sobre los que se edifica la gran pesadilla radiactiva del siglo XX.
Una cuestión de género
El aficionado más curtido en el género de terror, tarde o temprano termina sufriendo una suerte de pérdida de sensibilidad que le invita a celebrar por todo lo alto cualquier tipo de producción que logre estremecerle mínimamente. En mi caso, tras años de decepciones y alguna que otra alegría puntual, puedo afirmar que ‘Chernobyl’ es el ejercicio de horror audiovisual más desasosegante al que me he enfrentado recientemente.
Camuflado bajo el manto de la reconstrucción histórica, del drama basado en hechos reales e, incluso, del thriller político, la miniserie encuentra su verdadero corazón en el terror más puro. De ese en el que el efectismo puntual queda relegado a un segundo término por una atmósfera asfixiante que se filtra bajo la piel, activando las glándulas sudoríparas, secando las salivares, y atacando a los miedos más primitivos del ser humano.
Haciendo un uso ejemplar de la ironía dramática, inherente a toda historia basada en hechos reales, ‘Chernobyl’ lleva un paso más allá el temor a las amenazas invisibles mediante su gusto por los planos expresivos, su cadencia taciturna y con momentos en los que la tensión velada se transforma en explosiones de una visceralidad inusitada. Y como ejemplo, tenemos el clímax del segundo episodio, que tan sólo necesita el sonido de unos medidores Geiger y un sótano inundadopara provocar pesadillas.
Junto a este pánico al monstruo incorpóreo, aunque terrenal, que asoló Prípiet, el show de Craig Mazin no duda en ponerse gráfico para mostrarnos los horripilantes efectos que la radiación tiene en el ser humano. De un modo más explícito del que cabría esperar, la miniserie no muestra reparo alguno en coquetear con el subgénero del body horror y representar gráficamente la corrupción del cuerpo y la carne en unas imágenes difíciles de borrar de la memoria.
A otros niveles, menos típicos pero igualmente demoledores, ‘Chernobyl’ ataca los nervios y las emociones del respetable con su tratamiento de la desinformación y la dudosa gestión de las autoridades. El retrato de los organismos responsables de controlar la catástrofe no sólo es enervante y, por momentos, incomprensible; también da pie a secuencias difícilmente digeribles como la que involucra a tres militares y a los animales domésticos de la zona evacuada.
Rigor histórico y personajes redondos
Si el modo en que ‘Chernobyl’ ataca al público es tan efectivo como irreprochable, puede decirse lo mismo de un rigor histórico que se eleva como una de las mayores virtudes de la producción. Tomándose algunas necesarias licencias para sintetizar, como puede ser la fusión de varios personajes reales en la ficticia doctora Ulana Khomyuk, la serie recorre con acierto y precisión los puntos clave del terrible evento que marcó el continente europeo.
Un gusto por la veracidad también visible en las explicaciones científicas al suceso, canalizadas a través del magnífico dúo compuesto por el experimentado Valery Legasov y el neófito en materias nucleares Boris Shcherbina; una pareja que se destaca como grandes protagonistas dentro de una obra coral en la que todos y cada uno de los personajes tiene un peso específico y una construcción magnífica, compleja y tan rica en matices como los brillantes diálogos con los que interactuan.
Si envolvemos todo lo comentado hasta el momento con un desarrollo de la trama impecable a través de cinco horas sin altibajos de ningún tipo, y con una factura técnica tan brillante como ambiciosa, el resultado no podría ser otro que un drama que, al igual que la radiación, aún presente en suelo ucraniano, permanecerá arraigado en la mente de buena parte de sus espectadores sin importar el tiempo que haya pasado desde su visionado. Soberbia.