En la que indudablemente es una de las formas visuales más hermosas del cine reciente, un zoom de alejamiento nos llevaba desde la atmósfera de la Tierra hacia los más lejanos confines del universo siguiendo el camino de toda la historia de emisión de señales de radio de la humanidad, cada vez más lejanas en el tiempo y el espacio, hasta acabar en el iris de una niña. Con este gesto, Robert Zemeckis conceptualizó en Contact una tendencia de la ciencia-ficción espacial que pone el foco en las nebulosas internas de sus protagonistas antes que en la majestuosidad galáctica de fondo.
Si, como decían cada uno a su modo Doris Lessing y Carl Sagan, todos estamos hechos de estrellas, entonces el viaje estelar más grandioso debe de ser al interior de uno mismo. En Ad Astra, el siempre minucioso James Gray emprende esa senda pegándose a Brad Pitt como si su rostro fuera el único oxígeno necesario para llevar a cabo una travesía que va desde la Tierra a los alrededores de Neptuno, pasando por la Luna y Marte.
El actor, en su gran año donde ha engarzado dos interpretaciones tan antitéticas y perfectas como la de Érase una vez en Hollywood y esta, está a la altura de asumir todo ese peso narrativo sobre los gestos de cansancio de su astronauta retirado; podríamos decir que si Brad Pitt con Tarantino aprendió a actuar con el mentón (en Malditos bastardos), con Gray lo hace con las bolsas de los ojos.
Siguiendo la estela de otros protagonistas taciturnos de Gray –Mark Wahlberg en La otra cara del crimen, Joaquin Phoenix en Two Lovers, Charlie Hunnam en Z, la ciudad perdida–, el de Ad Astra es un astronauta retirado, solitario y absorbido por sus deberes. Un rotundo arquetipo de héroe de western, distanciado de su pareja (Liv Tyler, prácticamente retomando su papel de Armageddon) y sin más descendencia que sus propias cavilaciones.
Hasta que, tras burlar a la muerte en un accidente insólito colgando de una antena gigante –píldora de acción que Gray filma con la gracilidad del caos inevitable, igual que las escasas que vendrán después– le encomiendan una misión: ir en busca de su padre (Tommy Lee Jones), un astronauta a la altura de Gagarin o Armstrong, a quien se creía muerto y cuya situación actual amenaza a nuestro propio planeta.
En un acto de exhibición de la fragilidad que no se recuerda desde Amy Adams en La llegada, Pitt toma el lugar de esas señales de radio de Contact y, a medida que se aleja de la Tierra, va transitando por distintos estados emocionales a largo de su periplo cósmico, en regresión hacia la aceptación del padre ausente –el Kurtz de este viaje, que se hace como le gustaba a Conrad: en soledad–, hasta finalmente quedar sin palabras.
En su trayecto hay reflexiones malickianas, imágenes de western crepuscular con la vía láctea de fondo, una persecución lunar digna de Mad Max, ocasiones de lucimiento fotográfico para Hoyte Van Hoytema y música de Max Richter capaz de drenar océanos enteros. Pero el horizonte final sigue siendo tan distante, tan lejanamente al alcance de la mano, como la aceptación de uno mismo.