‘Aladdin’ no es el peor de toda la avalancha de remakes en imagen real que Disney lleva perpretando unos años a costa de sus clásicos animados, a rebufo de bombazos como ‘Alicia en el País de las Maravillas’. En ese dudoso trono posiblemente se sientan la injustificable ‘La Cenicienta’ o ‘La Bella y la Bestia’. Pero lo que sí es cierto es que quizás, hasta el momento, Disney no había estrenado una película que sirviera como perfecto resumen de por qué esta política de estrenos que tan buenos resultados de taquilla está arrojando es un dislate desde el punto de vista creativo.
Desde el guión perezoso y demasiado mimético al original a una concepción poco ingeniosa de lo que supone la «modernización» del clásico. O desde la neutralización casi perversa de los valores plásticos del cine de animación a apuestas estéticas absolutamente aberrantes, pasando por inevitables aciertos puntuales que se ahogan en un mar de despropósitos. Todo está en ‘Aladdin’, casi como una summa maxima de ese museo de los horrores en el que se ha convertido esta exhumación sistemática de los clásicos de la compañía.
Porque su principal problema es, una vez más, la elección de una estética abigarrada, saturada, llena de texturas dispares y colores imposibles, en contraposición a la elegancia del referente animado y a su espectacular y estudiadísima galería cromática. En la original, el siniestro interior de la Cueva de las Maravillas, el colorista pero elegante palacio y las caóticas y cálidas calles de Agrabah obedecían a un trabajo de atmósfera impecable. Aquí, como en tantas otras adaptaciones en imagen real de Disney (empezando por las dos hórridas Alicias de Burton) se lanzan elementos a los escenarios sin demasiado criterio, dando como fruto imitaciones recargadas del original que solo en algún caso demuestran cierta fortuna visual, como en el apacible desierto a la salida de la Cueva.
Y eso no es lo peor: en la mayoría de los casos, los escenarios son abiertamente artificiales, minúsculos, y los personajes vuelven una y otra vez a ellos, como la habitación de Jasmine o la casa de Aladdin. En casos como este último, Guy Ritchie no sabe o no quiere aprovechar esa artificiosidad y subirle los colores al potencial kitsch de su película, como sí hacía -de forma no del todo consciente- ‘La bella y la bestia’. El problema es patente especialmente en decorados enormes pero con olor a cartón-piedra desfasado, como la entrada de Agrabah, con esos planos con dron que causan el efecto contrario al deseado: subrayar que los escenarios son como de atracción de Port Aventura. El resto parecen a veces salidos de una sitcom… o una parodia porno.
‘Aladdin’: Un caso de mal genio
Pero sin duda, el pecado más grave de Aladdin es el de no saber entender dónde estaba la riqueza de la versión animada, pero que para sorpresa de nadie era… la animación. El personaje del Genio tiene una naturaleza de cartoon total, y ni el más perfecto de los efectos especiales puede superar eso: la plasticidad, la rapidez, las posibilidades de la animación tradicional superan sin problemas la más realista -y torpe- animación CGI. Los efectos 3D y los efectismos son lo de menos: el Genio de Robin Williams era un torbellino de dinamismo, una ametralladora de transformaciones y gags físicos, y la versión de Ritchie es incapaz de seguir ese ritmo.
Parte de la culpa la tiene, por supuesto, Will Smith, muchísimo más estático y menos disparatado que en la versión original. Al fin y al cabo, el único límite de aquella era la versátil, mutante y todopoderosa voz de Williams. Aquí el físico de Will Smith, por mucho que se manipule digitalmente, impone unas restricciones con las que carga el conjunto, previsible y aparatoso. Consciente de ello, la película toma la mala decisión de dar espacio a un Genio convertido en consejero humano de Aladdin. Y si bien da pie a alguna escena de comedia simpática (y algo de bochorno, como todo lo relacionado con las relaciones humanas del Genio), con ello abandona por completo el espíritu de la original.
Casi ninguno de los cambios que inyecta Disney en esta nueva versión es significativo o afortunado. Las canciones, por ejemplo, son miméticas de las originales (‘Un mundo ideal’), abiertamente inferiores (‘Un Genio genial’) o, si son nuevas, muy prescindibles (la canción de Jasmine a lo baladista r’n’b noventera, videoclip incluido, es espeluznante). El desarrollo de los personajes en nuevas direcciones está desorientadísimo, como el inevitable feminismo de Jasmineque sabe a postizo, o la desmedida ambición de Jafar, que no aporta nada al sintético e inmejorable villano de la original. La transformación de Abú y Iago en animales realistas no es tan espeluznante como los Lumiere y Din Dong de ‘La bella y la Bestia’, pero sabe a otra oportunidad perdida.
Hay momentos puntuales de ingenio aquí y allá: algunos simpáticos anacronismos (de nuevo, a años luz de las descacharrantes imitaciones de Robin Williams), una agradable química entre el Genio y Aladdin y gags aislados (el mono con platillos: tronchante). Pero en general, la garra visual que ha estado demostrando recientemente Guy Ritchie (con la mayúscula ‘Operación UNCLE’ o la loquísima y algo infravalorada ‘Rey Arturo: La leyenda de Excalibur, de cuya arrolladora desvergüenza algo podría haber aprendido ‘Aladdin’) se ha esfumado por completo. Una auténtica antología de todo lo que cojea en otra de las muy discutibles decisiones creativas de la Disney reciente.